Isabel desempolva para nosotros (gracias, Isabel), un viejo artículo de Antonio Muñoz Molina. A pesar de estar escrito hace más de 15 años, está de extraña y triste actualidad.
Melancolía liberal. Antonio Muñoz Molina
Después de una década a las personas de izquierda nos está cambiando ahora el signo de la melancolía, que según dejó escrito Mariano José de Larra es el sentimiento más arraigado de los liberales españoles. Hasta hace nada, lo que nos ponía melancólicos a los de izquierdas eran las sinrazones que cometían los nuestros. Ahora parece que las cosas van volviendo a su cauce y que la fuente legítima de nuestra melancolía vuelve a ser las sinrazones de los otros, lo cual, en cierto modo, no deja de ser un alivio, e incluso le permite a uno la ilusión de averiguar alguna vez quiénes son exactamente los nuestros.
El gran Cyril Connollly se consideraba a sí mismo el único miembro de una minoría de uno solo. Todos estos años atrás muchos demócratas y liberales españoles -usando la palabra liberal en su sentido noble y antiguo, no como ese sinónimo de canibalismo económico en que se ha convertido últimamente-, nos hemos sentido solos, dispersos en minorías robinsonianas de misantropía o naufragio, y yo creo que sólo en los meses previos a las elecciones de marzo volvimos a tener una conciencia razonablemente nítida de dónde estábamos, aunque no de quién estaba con nosotros. Según arreciaba la ofensiva de los periódicos amarillos, de la izquierda chiíta y de la derecha histérica en vísperas de la campaña electoral, muchas personas que no profesaban la menor simpatía hacia el gobierno socialista empezaron a temer que los dinamiteros de eso que se llamaba tan abusivamente “el Régimen” no tendrían escrúpulo, si les venía bien, en llevarse por delante la estabilidad de las instituciones democráticas. Al cabo de mucho tiempo yo dejé de sentirme en una minoría de uno cuando asistí a la memorable manifestación contra el terrorismo que se celebró en Madrid después del asesinato de Francisco Tomás y Valiente: aquella multitud lenta y torrencial que subía por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol en una noche helada eran, sin la menor duda, los míos.
La recién nombrada ministra de Educación y Cultura, Esperanza Aguirre, a quien ya se le conocían sus méritos temibles como concejala en el ayuntamiento de Madrid, ha declarado con toda claridad, con perfecto impudor, que una de sus tareas inmediatas va a ser la de cerrar escuelas públicas “no rentables” (sic) e incrementar las subvenciones a las escuelas privadas más favorecidas por los padres. Hasta hace nada, de lo que se escandalizaba uno era de que con coartadas de izquierda se desguazase la instrucción pública: ahora la melancolía y hasta la combatividad vuelven a su sitio cuando la derecha, con lo que amenaza, es sencillamente con cerrar las escuelas.
Dice Kenneth Galbraith que lo que está ocurriendo estas últimas décadas en el mundo es una revolución de los ricos contra los pobres. A los pobres van a escatimarles ahora las escuelas públicas para que los ricos asistan con mayor comodidad y menos gasto a sus escuelas privadas, y a uno vuelve a subírsele la sangre jacobina y se le definen otra vez los puntos cardinales de su diatriba política. Según Sartre, cuando se abandona la izquierda se encuentra uno perdido en un túnel oscuro, ve una luz al fondo, sale a ella y se encuentra en la derecha. Aquí, después de tantos años de incredulidad y de melancolía hemos salido del túnel para encontrarnos exactamente donde estábamos. De nuevo hay que defender la escuela pública. De nuevo hay que cuidar con celo vigilante la libertad de expresión, porque a la derecha, en cuanto gana, le vuelve el viejo instinto de prohibir, así que ahora han prohibido en Valencia una exposición de fotografías porque aparecen en ella padres y madres e hijos desnudos. Estamos tan donde estábamos que hasta nos va a hacer falta recobrar el antifascismo. Si la Universidad de Sevilla publica libros cargados de elogios a Mussolini, a Hitler, a Pinochet y a Franco; si el bondadoso almuédano franco-andalusí Roger Garaudy asegura que en realidad no fue tan grave el holocausto de los judíos, que se ha exagerado bastante, y el alcalde de Estepona se niega a dedicarle una calle a Picasso, alegando que era un rojo, quizás habrá que ir pensando en dar un salto de decisión política hacia el futuro que nos devuelva a las grandes alianzas antifascistas de los años treinta. Hay un motivo por el cual los liberales españoles, tan proclives a la melancolía, somos inmunes a la nostalgia: cómo vamos a añorar el pasado, si no llegamos a salir nunca de él.
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